Sin duda el visitar la exposición de la fotógrafa Ruth Matilda Anderson ha sido una gran fuente de inspiración y de enormes sensaciones que me han llevado a poder en algunos momentos sumergirme en el pasado. Ese pasado forjado desde la tierra, del fuego, del barro, de la agricultura, la pesca y sobre todo algo que se repetía una y otra vez, la mujer como pilar sumamente importante de lo ya acontecido y que sin lugar a dudas marcó una enorme diferencia que por el contrario no se vio recompensada a lo largo de muchísimas décadas estando en segundo plano, sin tener relevancia para muchos y siendo imprescindible para casi todo.
Imagino que es fácil pensar que esto es tan sólo una manera de realzar la figura de la mujer desde un prisma tal vez feminista y en contra totalmente de la figura significativa por otro lado del hombre y lo que representa, y es totalmente erróneo. Ante todo este viaje al pasado de la mano de esta increíble y visionaria fotógrafa que llevó a un plano superior la forma en la que veía el mundo en sí, diferentes ciudades, varios países pero su visión de la España (1925-1930)de antaño es total e inmensuradamente real y transgresora por otro lado. Los colores desaparecen obviamente por la época en sí, pero te imaginas que era así, en blanco y negro porque no había más; el ser diferente en unos años en los que todos y cada uno cumplían su función en la sociedad y no había hueco a la imaginación, a los sueños porque a través de las fotos adivinas los pensamientos de los protagonistas y crees sin duda en la dureza del momento y en el destino irrevocable que no tenía vuelta de hoja. Los tonos sepia se perciben en algunas imágenes y es cuando respiras algo de luz en las caras de los que inocentes miran ante la cámara. Galícia, Asturias, Granada, Valéncia se rinden bajo los pies de Ruth y su cámara y no le esconden ningún secreto; son un espejo fiel y transparente en el que mirarse al contemplarlas. Los niños se mezclan con la cultura de la muerte con inocencia y respeto como si de un juego se tratase, no hay llanto sino curiosidad e interés por el paso que le sigue a la muerte. Mujeres de Coruña con sus cestos cargados de ropa mojada de camino de regreso a casa con las cabezas en alza y fuertes cuellos que sujetan habilmente el trajín del mimbre duro y seco. La playa como marco de escenas de pesca en las que la mujer mediante su anatomía aprovecha la fuerza de la cintura para recoger la red que extendida en la orilla queda expuesta a merced de las olas. El cante y el baile de aquellos años, el flamenco arraigado entre familias, todo se entremezcla; la voz y el compás del cuerpo , la madera que acompaña al cantaor y el baile de los que sienten que nos hay más, que es todo uno. Niños pastores, que visten abrigos de paja como pequeñas chozas que pueblan el camino del campo. El día de todos los Santos ; la mujer como guardiana de la tumba y portal del dolor perpetuo a través de los años con la mirada caída y observando los velones que prenden el perímetro de la lápida. Los niños de cuatro y cinco años formados como zapateros que resultan a la vista como pequeños árboles de navidad cubiertos de partes de botas aún por coser y montar. La hermosa y dura cultura de la franela y la paja, del barro y la arcilla. Son tantas y tantas fotografías las que se han quedado gravadas en mi mente que os recomiendo la visita a la galería en plaza Tetuán (Valéncia). Por último haré referencia a la foto de una niña de ropajes oscuros, raídos de pobreza sujetando un cántaro de metal con los pies descalzos a merced del suelo y del frío con tal mirada que aún hoy es como si al contemplarla un escalofrío surgiera como trayectoria inequívoca de su mirada hacía la mía. No dejéis pasar la oportunidad de ir y descubrir esta ventana al pasado siendo como sois hoy dueños de vuestro presente.